Cielo.

Siempre he querido ser un pájaro. Una criatura alada que vuela sin pensar que cae a enfrentar su inminente muerte. Quiero sentir con cada punta de mis plumas lo esponjado de las nubes. Jugar a las escondidas entre ellas, saltar entre una y otra sin sentir que pierdo la cordura. Siempre he querido ser un pájaro de esos que no vuelan tan alto. No le pido a Dios ni nadie que me enseñe la negrura del espacio. Quiero ir planeando por los aires como pez en el agua, y que va, mejor reflejarme en la misma agua que se asemeja a el azul del cielo.

¿Y qué si un día dejo de reflejarme?

El mundo está cada vez más gris y el azul empieza a perderse. El azul que se junta con el sol para bailar tres veces al día. El azul al que volteó cada vez que tengo ganas de sentirme libre. No puedo ya diferenciar las montañas a distancias cortas, ni puedo separar las nubes por tamaños y casi nunca encuentro al sol. Tengo miedo del perder el azul que me hace centrar los pies sobre la tierra, el color que me recuerda lo insignificante que soy. Un minúsculo pedazo de tierra hecho cuerpo que transita por el mundo sin realmente porque está en él. Tierra acumulada de historias sin fin, de viajes a medias, de pequeños trazos de lucidez inacabada. Soy tan insignificante que el azul del cielo ni sabe que existo, y que quizás, las pequeñas cosas que hago para salvarlo no funcionan. Tengo miedo de perder la claridad del día, de no poder embellecer una tarde terrible de transacciones burocráticas por el simple hecho de ver un hermoso atardecer.

Tengo miedo de perder la belleza del mundo, esa única que lo hace un poco más habitable.