Recuerdo un día claro en la primaria donde los niños comenzaron a molestarme, repetían cada vez que me veían una parte de una canción de Shakira «tus pechos se confunden con montañas.» Mi inocencia de ese entonces no reaccionó de inmediato, hasta que algún niño valiente me señaló los pechos al decir la frase, corrí al baño y ahí alguna otra niña se lavaba las manos, la observé, me observé y sí, yo tenía unos pequeños pechos donde ella no tenía nada.
Esa fue la primera vez que mire mi cuerpo en comparación con el de alguien más.
Años después en la secundaria, esos pechos por los que me molestaban comenzaban a ser objeto de celos y deseos, pero eran eso, mis pechos, no yo la que les causaba fuego interior. Ahí, por tercero de secundaria, empecé a usar mecanismos de sepraración para mi salvación. Primero hacía todo lo posible por verme lo menos en el espejo, para no reconocerme dentro de él, en una mirada que se acercaba mucho a la de los demás; luego comencé por dejar de habitar este mundo 24 horas al día, me dejaba llevar por los libros a donde fuera, y cuando me cansaba prendía la televisón para sumergime en progamas de cocina. Así, poco a poco mi cuerpo comenzó a ser una cosa y yo otra. Inevitablemente había situaciones donde nos encontrabamos, a veces como enemigas y a veces como dos victimas que unían fuerzas en contra de algún otro cuerpo deilibreadamente bello. Tantos años de separación tuvo grandes repercuciones en mi adolecencia y tuve mi primera, y muy real, crisis exitencial.
Cuando cumplí quince años me prometí que debía de encontrame, que eso de dividir mi ser en cuerpo y alma ya había sido suficiente, y la única manera era seguirle los pasos a Jack Keruac, entregarme a las dificultades de la carretera, del constante viaje y las pocas certidumbres. Así que desde ese momento hasta que cumplí los diesocho años ahorré cada peso que recibía; con mi INE en mano me senté junto a mi madre para avisarle que me iría de viaje a Europa durante seis meses, que tenía como pagar mi boleto pero nada más. A mi madre no le quedo de otra que asegurame bien las alas para poder volar alto y a donde me llevara el viento. A los tres días de gradurame de la prepartoria estaba ya en el aeropuerto con destino a Londres. Mi cuerpo y yo comenzamos a (re)combinarnos. Estaba muerta de miedo, miedo de perdeme, pero tenía un hambre brutal por encontra el hogar en mi que había buscando por tantos años. Mis pies se convirtieron en alas y mi corazón en ancla, me repetía «me fui para estar sola, me fui para volver de nuevo«, para volver completa. Durante seis mes me entregué a cuerpos ajenos y me entregué mi propio cuerpo, mes con mes esa separación atómica se mezclaba para por fin ser una sola. Volví con muchas anécdotas y muchos kilometros bajo los pies, habiendo encontrado todo lo que buscaba. Me sentía plena, satisfecha, autosuficiente.
Esa respuesta me duró solo por unos momentos. Por años juré que una solo se busca una vez, que con ese viaje espiritual y corporal te encuentras para siempre, sin embargo, a mi primera ruptura de corazón, la primera real, la brújula comenzaba a fallar. Mi cuerpo volvía a sentirse ajeno, mi ser se había enlazado con el de él y no encontraba parte de mi que él no hubiera tocado. Me desgastaba intentando sacarlo de mi pero lo veía cada vez que me miraba al espejo.
La separación era inevitable.
Tenía que desasociar cuerpo y mente por sobrevivencia. Me enfoqué en alimentar mi mente, iba a la universidad por las mañanas, hacia pocos amigos y leía como nunca lo había hecho. Pasaba tres o cuatro horas diarias en el tráfico sanando mi corazón, llorando con canciones tristes, me deshacía ahí detrás del volante para que al llegar a casa estuviera lista para curar mi mente. Al cuerpo lo dejé para lo básico, casi nunca pensaba en él ni le daba mucha importancia. Dejé de observarme al espejo y, al pensar en mi, aparecía una imagen borrosa, medio airosa, llena de sopa de letras. Poco a poco, con mucha paciencia y clama, reconquisté mi mente, pero seguía en huelga contra mi cuerpo. Ahí, en plena separación atómica, en donde había olvidado mi cuerpo en alguna biblioteca, alguien más lo encontró, tocó a mi puerta y me lo entregó. Mi cuerpo en trozo pedía a gritos regresar a casa. Yo me rehusaba, en cambio, esa mirada ajena quería recibirlo (recibirnos) dentro de su vida. Era una mirada cariñosa y terminé por ceder, le abrí las puertas de mi a mi cuerpo. Una vez más el (re)encuentro fue explosivo.
Aprendí, entonces, a mirarme desde los ojos ajenos. Ojos que pocas veces me observaban con mala gana. Ahí, bajo la mirada cariñosa que propició mi reencuentro, comprendí que mi cuerpo no era tan malo, tan detestable. En cambio, ya era completamente mío. En mi búsqueda a través de los años intentaba encontrar algo que quizás nunca se había perdido, si no que se había deformado. Ahora que mi mente y cuerpo están en tregua sigo cayendo en las trampas de la comparación. En cuanto me encuentro frente a un cuerpo externo nos obeservo en un espejo, quizás distorsionado y caigo encuenta que mi cuerpo nunca gana. Nunca ha gando y quizás nunca ganará. Sigo, entonces, en constante busqueda, porque una no se encuentra solo una vez. Soy un cielo en cambio periódico el cual puede hacer llover por meses seguídos o soprenderlos con los mejores atardeceres. No soy estática, lo que quizás ayer me mantenía despierta, siguiendo una brujúla descompuesta, hoy ya no me parece tan importante. Estoy llena de preguntas, de quejas y de tristezas. Soy contradictoria porque soy humana, busco soluciones a mis busquedas y, quizás por eso he tomado la canción de la canta autora Bebe como mi mantra:
«Y no paro de buscarme más y doy vuletas y pienso sin parar,
y me miro en el espejo despacito,
me analizo y me enfado otra vez conmigo,
y me digo: anda ya mujer si todo tiene solución menos la muetre.»[1]
[1] https://open.spotify.com/track/333sYHYF2Z1eHYEYSZXExz?si=69ed069a3ec64dbd